Una de las preguntas más frecuentes que nos hacen los pacientes cuando vienen por primera vez es:
«¿Pero de verdad estás haciendo algo?»
Es natural que surja esta duda: venimos de una cultura sanitaria donde lo eficaz suele asociarse a lo intenso, que actúa rápido, que interviene con fuerza o con ruido. Pero nuestro trabajo sigue otra lógica: la de la vida sutil, la que actúa desde dentro hacia afuera, como hace la naturaleza.
Nuestro toque es suave porque conocemos y confiamos en la inteligencia del cuerpo. Sabemos que esa inteligencia no necesita imposiciones, sino condiciones para poder expresarse.

Es como cuando llegas a la orilla de un estanque de aguas quietas. Si tiras una piedra con fuerza, remueves todo el ecosistema: asustas a los pájaros, levantas el lodo del fondo, rompes la calma. Pero si te quedas quieto y observas, el agua te muestra el reflejo del cielo, y poco a poco puedes percibir el movimiento suave de los peces, la danza de las hojas que caen, el perfecto equilibrio de un mundo vivo.
Ese toque suave no es superficial sino vende al contrario, es realmente profundo. Va directo al sistema nervioso autónomo, que es quien regula la mayor parte de sus funciones vitales. Cuando el cuerpo recibe un estímulo no amenazante, amable y preciso, entra en un estado de seguridad. Y sólo desde ese estado puede empezar un verdadero proceso de regulación y sanación.
Imagina que el cuerpo es como una flor cerrada para protegerse del frío, del viento o de una agresión externa. No puedes hacer que se abra estirando los pétalos: los romperías. Pero si cambias el entorno -le das calor, luz, agua- la flor se abrirá sola, desde dentro, cuando esté preparada. Así ocurre con el cuerpo. Cuando le tocamos desde la presencia y la escucha, el cuerpo empieza a confiar, a soltar capas de tensión acumuladas, a abrirse desde su propio ritmo. Así es nuestro contacto, una presencia que acompaña, que guía sin imponer, facilita sin exigir.
Hay una sabiduría profunda en los ritmos sutiles del cuerpo, ritmos que se pueden escuchar si le prestamos atención: el lento ir y venir de los fluidos, la respiración profunda de las membranas, el pulso vital que late más allá del corazón. Estos ritmos son como los ciclos de la luna, las mareas o las estaciones: no pueden ser forzados, sólo acompañados.
Cuando tocamos de esta forma, estamos diciendo al cuerpo: «Te estoy escuchando. No vengo a imponer nada. Estoy aquí para ayudarte a encontrar tu propio camino hacia el equilibrio.» Y esa escucha profunda es, en sí misma, terapéutica.
El tacto suave es también un acto de confianza. En el cuerpo, en la vida y en el proceso. Es un gesto que dice: «No hace falta luchar. Lo que eres ya es suficiente. Y desde aquí, podemos empezar a andar.»